Había una vez una niña que había nacido en un hogar muy pobre. Su padre, campesino, había muerto hacía unos años y su madre por más que trabajaba, día y noche sin descanso, a veces no podía dar a sus hijos lo mínimo indispensable.
Desde pequeña, Maria quería tocar el violín. Soñaba con tocar en grandes orquestas y ser famosa.
Este sueño parecía imposible de alcanzar, pero María no se daba por vencida. Todos los días caminaba dos horas hasta el pueblo para ver a Don Mario, un anciano coleccionista de antigüedades que le prestaba su viejo violín para que aprendiese a tocarlo.
No había lluvia, frío o calor que detuviese a la joven y sus ganas de practicar el violín. Todas las tardes –puntualmente- se presentaba en el negocio de Don Mario a recibir feliz las clases que éste le daba.
Fue así que aprendió a tocar muy bien el instrumento. Don Mario, quien se había encariñado mucho con la joven, un día le dijo:
– Este violín es más tuyo que mío ahora, ya no me pertenece. Sólo en tus manos cobra vida, te lo regalo.
Era tanta la emoción que María sentía. que el violín temblaba en sus manos y no pudo decir nada. El anciano continúo:
– He visto tu esfuerzo desde pequeña y tu gran sacrificio por lograr tu sueño. Esta es mi humilde ayuda para que puedas lograrlo.
María agradeció a su amigo tan generoso regalo y corrió a su hogar a contarle a su madre. Mientras corría pensó que, teniendo ya su propio violín, podía tocar en las calles del pueblo a cambio de algunas monedas. De esa forma podría ayudar a su familia.
Su madre se alegró mucho cuando María le mostró su violín, que si bien viejo, era nuevo en su hogar ahora.
– Hija querida – dijo su madre un poco triste – ya quisiera yo que no tuvieras que hacer esto, pero es tanta la necesidad que hay en este hogar, que mucho agradezco tu ayuda. Te daré un sombrero mío, el único que he tenido en la vida y que me lo regaló una buena señora, tal vez te traiga suerte y con él puedas juntar muchas monedas.
Luego agrego:
– Siempre te ayudaré hija, de la manera que pueda, siempre estaré contigo, no lo olvides. Te amo con todo mi corazón y créeme, de un modo u otro, siempre estaré presente para ti.
La muchacha iba todos los días al pueblo con su violín y el sombrero de su madre. Era un sombrero muy bonito que tenía unas flores de colores y plumas como adorno. Curiosamente, la plumas siempre estaban limpias y el tiempo no las había deteriorado.
No era demasiado el dinero que María juntaba tocando el violín, pero por poco que fuese, era muy bienvenido en su humilde hogar.
Pasó el tiempo y su madre enfermó y murió tomando las manos de su hija y repitiendo las palabras que antes le dijera :“de un modo u otro, siempre estaré contigo”.
Siendo ahora el sostén del hogar, la niña redobló sus esfuerzos para mantener a su familia y decidió visitar pueblos vecinos y así juntar más dinero.
Un día de tormenta, el sombrero voló de las manos de María y desapareció. Desesperada, lo buscó por todo el pueblo, pero su búsqueda fue inútil.
Desconsolada, se sentó a llorar en el camino. Así pasó la tarde, abrazado a su violín, hasta que una señora que por allí pasaba se detuvo frente a ella.
– Pareces realmente muy triste niña ¿qué te ha ocurrido?
María le contó acerca del sombrero que su madre con tanto amor le había regalado y que lo había perdido para siempre, también le contó acerca de la pobreza de su familia y de cómo se ganaba la vida para ayudar en su hogar.
La señora era una persona extraña, parecía no tener una edad definida, su voz daba la impresión de provenir de otro lugar. Era alta, delgada y llevaba puesto un sombrero muy distinto al que había perdido María.
Parada frente a ella y con una gran sonrisa, se sacó el sombrero y se lo dio a la niña.
– Toma, es tuyo, úsalo del mismo modo que usabas el que te regaló tu madre – dijo la forastera.
La niña no sabía qué decir, seguía abrazado a su violín miró a la mujer y le contestó:
– No puedo aceptarlo, Ud. no me conoce ¿por qué habría de ayudarme?
– Hay preguntas que no tienen respuesta, algún día lo entenderás – dijo la señora y dejándole el sombrero en las manos se alejó.
María tomó el sombrero y supo que era hora de dejar de llorar y trabajar por su familia.
Como todos los días fue a la plaza del pueblo elegido. Tocó como siempre y no fueron demasiadas las personas que dejaron sus monedas.
Al final del día la niña tomó el sombrero para contar el dinero y, para su sorpresa, era tres veces más de lo que él había podido calcular. Desconcertada, creyó que se trataba de un error.
Cada día ocurría lo mismo, la gente dejaba sus monedas y éstas dentro del sombrero triplicaban su valor. Nadie podía dar una explicación a lo que ocurría, pero así era.
María buscó a la misteriosa caminante para preguntarle acerca del sombrero, pero fue inútil.
En un año, fue tal la cantidad de dinero que María había ganado que pudo comprar una casita a su familia y por primera vez en sus vidas, nadie pasaba hambre, ni penurias económicas.
La niña estaba contenta, hacía lo que más amaba en el mundo y habría logrado darle a su familia un bienestar que jamás habían soñado. A menudo pensaba en su madre y en lo feliz que estaría si pudiese ver cómo vivían ahora.
Cierto era que no había logrado ser famosa, ni dar conciertos, pero la gratificación que sentía haciendo felices a los suyos, superaba cualquier cosa que hubiese podido desear.
De todas maneras, no dejaba de pensar en lo extraño del sombrero y cómo podía ocurrir lo que ocurría con las monedas que allí caían.
Una noche, regresando a su hogar, se desató una tormenta similar a la que le había hecho volar el sombrero de su madre. Para que no ocurriese lo mismo, la niña se guareció bajo el techo de una vivienda. Se sentó en el umbral a esperar que la tormenta pasara, esta vez abrazando el violín y a su nuevo sombrero.
Mientras esperaba, pensaba en su madre una vez más. Al levantar la vista y como traído por la lluvia y el vendaval, encontró a la misteriosa señora.
Sonreía de la misma manera que lo había hecho ese primer día. Sin dejar que María articulara palabra alguna, la extraña extendió la mano y entregándole las flores del sombrero de su madre, le dijo:
– Esto también es tuyo, olvidé dártelo el día que nos conocimos.
Como había llegado, se fue, sin dejar rastro alguno de su presencia, excepto las flores intactas en las manos temblorosas de la niña.
Sentada bajo la lluvia, abrazada al sombrero y al violín en su mano, recordó las palabras de su madre y recién allí entendió todo:
“Te amo con todo mi corazón y créeme, de un modo u otro, siempre estaré presente para ti”.
Y colorín colorado este cuento a acabado.
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Adaptado y copiado de un cuento argentino (autor desconocido)
Fuente: En cuentos.com