jueves, 31 de diciembre de 2009

Cuento para niños :La nube avariciosa



De Pedro Pablo Sacristán




LA NUBE AVARICIOSA



Érase una vez una nube que vivía sobre un país muy bello. Un día, vio pasar otra nube mucho más grande y sintió tanta envidia, que decidió que para ser más grande nunca más daría su agua a nadie, y nunca más llovería.

Efectivamente, la nube fue creciendo, al tiempo que su país se secaba. Primero se secaron los ríos, luego se fueron las personas, después los animales, y finalmente las plantas, hasta que aquel país se convirtió en un desierto. A la nube no le importó mucho, pero no se dio cuenta de que al estar sobre un desierto, ya no había ningún sitio de donde sacar agua para seguir creciendo, y lentamente, la nube empezó a perder tamaño, sin poder hacer nada para evitarlo.
La nube comprendió entonces su error, y que su avaricia y egoísmo serían la causa de su desaparición, pero justo antes de evaporarse, cuando sólo quedaba de ella un suspiro de algodón, apareció una suave brisa. La nube era tan pequeña y pesaba tan poco, que el viento la llevó consigo mucho tiempo hasta llegar a un país lejano, precioso, donde volvió a recuperar su tamaño.
Y aprendida la lección, siguió siendo una nube pequeña y modesta, pero dejaba lluvias tan generosas y cuidadas, que aquel país se convirtió en el más verde, más bonito y con más arcoiris del mundo.
Cuentos infantiles, cuentos para niños, nubes,

sábado, 19 de diciembre de 2009

Juanito el niño que no quería comer


Había una vez un niño llamado Juanito, muy estudioso, pero que tenía un gran defecto: no le gustaba comer y estaba muy, pero muy delgado. Su madre por más que se esforzaba y trataba de hacer comidas muy apetitosas y llamativas no lograba que Juanito comiese y fue así que empezó a adelgazar y adelgazar hasta convertirse en un niño muy flaco.

Un día Juanito estaba jugando con sus amigos en la puerta de su casa cuando empezó a cambiar el clima y a soplar un fuerte viento, éste era tan, pero tan fuerte que todo volaba por los aires.
Todos los niños entraron a sus casas, pero Juanito no tuvo la misma suerte y por ser tan flaquito y no tener peso, se lo llevó el viento volando por los aires y por más que gritó y gritó pidiendo auxilio nadie lo pudo ayudar.

Para buena suerte había un hermoso árbol de Navidad muy alto que los vecinos habían decorado y adornaba la ciudad por las fiestas navideñas y fue allí donde Juanito fue a parar y quedó enganchado en la parte mas alta del árbol.

Ya se imaginan el susto de Juanito, de verse enganchado en el árbol. Por mas que pedía auxilio nadie lo escuchaba y así paso un buen rato. Cuando el viento dejó de soplar, los niños y la mamá salieron a buscarlo, y estaban muy preocupados por lo que le pudiera haberle sucedido.

Buscaron y buscaron hasta que llegaron al parque donde estaba el gran árbol de Navidad. Juanito al ver a su mamá y a sus amigos los llamó para que lo ayudaran pero su voz era tan débil que nadie lo escuchó y él no podía moverse de allí por miedo a caer.

Cuando empezó a oscurecer era mas grande la angustia de Juanito y de sus padres y amigos de no poder encontrarlo, sin embargo no perdieron las esperanzas.

Mientras tanto Juanito que ya no podía mas de estar prendido en el árbol intentó bajarse de él con sumo cuidado. Y fue así que sus amigos lo vieron cuando lo buscaban de nuevo por ahí y lo ayudaron a bajar.

Su mamá al encontrarlo lo abrazó y Juanito se dio cuenta que por no alimentarse se lo había llevado el viento, así que desde ese momento le pidió a su mamá que le sirva su comida y nunca más se quedó sin comer y Juanito se volvió un niño muy fuerte ,
Y colorín colorado este cuento ha terminado.
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martes, 10 de noviembre de 2009

Cuento infantil: El regalo mágico del conejito pobre


Hubo una vez en un lugar una época de muchísima sequía y hambre para los animales. Un conejito muy pobre caminaba triste por el campo cuando se le apareció un mago que le entregó un saco con varias ramitas."Son mágicas, y serán aún más mágicas si sabes usarlas" El conejito se moría de hambre, pero decidió no morder las ramitas pensando en darles buen uso.

Al volver a casa, encontró una ovejita muy viejita y pobre que casi no podía caminar."Dame algo, por favor", le dijo. El conejito no tenía nada salvo las ramitas, pero como eran mágicas se resistía a dárselas. Sin embargó, recordó como sus padres le enseñaron desde pequeño a compartirlo todo, así que sacó una ramita del saco y se la dió a la oveja. Al instante, la rama brilló con mil colores, mostrando su magia. El conejito siguió contrariado y contento a la vez, pensando que había dejado escapar una ramita mágica, pero que la ovejita la necesitaba más que él. Lo mismo le ocurrió con un pato ciego y un gallo cojo, de forma que al llegar a su casa sólo le quedaba una de las ramitas.
Al llegar a casa, contó la historia y su encuentro con el mago a sus papás, que se mostraron muy orgullosos por su comportamiento. Y cuando iba a sacar la ramita, llegó su hermanito pequeño, llorando por el hambre, y también se la dió a él.

En ese momento apareció el mago con gran estruendo, y preguntó al conejito ¿Dónde están las ramitas mágicas que te entregué? ¿qué es lo que has hecho con ellas?
El conejito se asustó y comenzó a excusarse, pero el mago le interrumpió diciendo ¿No te dije que si las usabas bien serían más mágicas?. ¡Pues sal fuera y mira lo que has hecho!
Y el conejito salió temblando de su casa para descubrir que había pasado con sus ramitas, y vió que todos los campos de alrededor se habían convertido en una maravillosa granja llena de agua y comida para todos los animales!!
El conejito se sintió muy contento por haber obrado bien, y porque la magia de su generosidad había devuelto la alegría a todos
. Y colorin colorado este cuento se ha acabado.

( Pedro Pablo Sacristán)
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viernes, 16 de octubre de 2009

Cuento para niños: El gran milagro


En un precioso y frondoso árbol nació un alegre y risueño gusanito llamado Nano. Un habitante que dio mucho de que hablar en el bosque.
Es que desde que nació, Nano siempre se ha portado distinto de los demás gusanos. Caminaba más despacio que una tortuga, tropezaba en casi todas las piedras que encontraba por delante, y cuando intentaba cambiar de hojas......¡qué desastre!....siempre se caía. Por esa razón, la colonia de los gusanos le llamaba de gusanito torpecillo.

A pesar de las burlas de sus compañeros, Nano mantenía siempre su buen humor. Y se divertía mucho con su torpeza. Pero un día, llegado el otoño, mientras Nano se daba un paseo por los alrededores, una gran nube cubrió rápidamente todo el cielo, y una gran tormenta se cayó. Nano, que no tubo tiempo de llegar a su casa, intentó abrigarse en una hoja, pero de ella se resbaló y acabó cayéndose al suelo, haciéndose mucho daño. Había roto una de sus patitas, y se había quedado cojo. Pobre gusanito... torpecillo y cojo.

Agarrado a una hoja, Nano empezó a llorar. Es que ya no podía jugar, ni irse de paseo, ni caminar... Pero, una noche, cuando Nano estaba casi dormido, una pequeña luz empezó a volar a su alrededor. Primero, pensó que sería una luciérnaga, pero la luz empezó a crecer y a crecer... y de repente, se transformó en un hada vestida de color verde. Nano, asustado, le preguntó: - Quién eres tú? Y le dijo la mujer: - Soy un hada y me llamo naturaleza. - Y porque estas aquí? Preguntó Nano. - He venido para decirte que cuándo llegue la primavera, ocurrirá un milagro que te hará sentir la criatura mas feliz y libre del mundo. Explicó el hada. - Y ¿qué es un milagro? Continuó Nano. - Un milagro es algo ¡extraordinario, estupendo, magnífico!...... Explicó el hada y, enseguida desapareció.

El tiempo pasó y llegó el invierno. Pero Nano no ha dejado de pensar en lo que había dicho el hada. Ansioso por la llegada de la primavera, Nano contaba los días, y así se olvidaba de su problemita.
Con el frío, todos los gusanos empezaron, con un hilillo de seda que salía de sus bocas, a tejer el hilo alrededor de su cuerpo hasta formar un capullo, o sea, una casita en la que estarían encerrados y abrigados del frío, durante parte del invierno. Al cabo de algún tiempo, había llegado la primavera. El bosque se vistió de verde, las plantas de flores, y finalmente ocurrió lo que el hada había prometido... ¡El gran milagro!

Después de haber estado dormido en su capullo durante todo el invierno, Nano se despertó. Con el calor que hacía, el capullo se derritió y Nano finalmente pudo conocer el milagro. Nano no solo se dio cuenta de que caminaba bien, sino que también tenía unas alas multicolores que se movían y le hacían volar.. Es que Nano había dejado de ser gusano y se había convertido en una mariposa feliz, y que ya no cojeaba.
FIN
tomado de guia infantil.com
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domingo, 30 de agosto de 2009

El sombrero mágico


Había una vez una niña que había nacido en un hogar muy pobre. Su padre, campesino, había muerto hacía unos años y su madre por más que trabajaba, día y noche sin descanso, a veces no podía dar a sus hijos lo mínimo indispensable.

Desde pequeña, Maria quería tocar el violín. Soñaba con tocar en grandes orquestas y ser famosa.

Este sueño parecía imposible de alcanzar, pero María no se daba por vencida. Todos los días caminaba dos horas hasta el pueblo para ver a Don Mario, un anciano coleccionista de antigüedades que le prestaba su viejo violín para que aprendiese a tocarlo.

No había lluvia, frío o calor que detuviese a la joven y sus ganas de practicar el violín. Todas las tardes –puntualmente- se presentaba en el negocio de Don Mario a recibir feliz las clases que éste le daba.

Fue así que aprendió a tocar muy bien el instrumento. Don Mario, quien se había encariñado mucho con la joven, un día le dijo:

– Este violín es más tuyo que mío ahora, ya no me pertenece. Sólo en tus manos cobra vida, te lo regalo.
Era tanta la emoción que María sentía. que el violín temblaba en sus manos y no pudo decir nada. El anciano continúo:
– He visto tu esfuerzo desde pequeña y tu gran sacrificio por lograr tu sueño. Esta es mi humilde ayuda para que puedas lograrlo.

María agradeció a su amigo tan generoso regalo y corrió a su hogar a contarle a su madre. Mientras corría pensó que, teniendo ya su propio violín, podía tocar en las calles del pueblo a cambio de algunas monedas. De esa forma podría ayudar a su familia.

Su madre se alegró mucho cuando María le mostró su violín, que si bien viejo, era nuevo en su hogar ahora.
– Hija querida – dijo su madre un poco triste – ya quisiera yo que no tuvieras que hacer esto, pero es tanta la necesidad que hay en este hogar, que mucho agradezco tu ayuda. Te daré un sombrero mío, el único que he tenido en la vida y que me lo regaló una buena señora, tal vez te traiga suerte y con él puedas juntar muchas monedas.
Luego agrego:
– Siempre te ayudaré hija, de la manera que pueda, siempre estaré contigo, no lo olvides. Te amo con todo mi corazón y créeme, de un modo u otro, siempre estaré presente para ti.

La muchacha iba todos los días al pueblo con su violín y el sombrero de su madre. Era un sombrero muy bonito que tenía unas flores de colores y plumas como adorno. Curiosamente, la plumas siempre estaban limpias y el tiempo no las había deteriorado.

No era demasiado el dinero que María juntaba tocando el violín, pero por poco que fuese, era muy bienvenido en su humilde hogar.

Pasó el tiempo y su madre enfermó y murió tomando las manos de su hija y repitiendo las palabras que antes le dijera :“de un modo u otro, siempre estaré contigo”.

Siendo ahora el sostén del hogar, la niña redobló sus esfuerzos para mantener a su familia y decidió visitar pueblos vecinos y así juntar más dinero.

Un día de tormenta, el sombrero voló de las manos de María y desapareció. Desesperada, lo buscó por todo el pueblo, pero su búsqueda fue inútil.

Desconsolada, se sentó a llorar en el camino. Así pasó la tarde, abrazado a su violín, hasta que una señora que por allí pasaba se detuvo frente a ella.
– Pareces realmente muy triste niña ¿qué te ha ocurrido?

María le contó acerca del sombrero que su madre con tanto amor le había regalado y que lo había perdido para siempre, también le contó acerca de la pobreza de su familia y de cómo se ganaba la vida para ayudar en su hogar.

La señora era una persona extraña, parecía no tener una edad definida, su voz daba la impresión de provenir de otro lugar. Era alta, delgada y llevaba puesto un sombrero muy distinto al que había perdido María.
Parada frente a ella y con una gran sonrisa, se sacó el sombrero y se lo dio a la niña.
– Toma, es tuyo, úsalo del mismo modo que usabas el que te regaló tu madre – dijo la forastera.

La niña no sabía qué decir, seguía abrazado a su violín miró a la mujer y le contestó:
– No puedo aceptarlo, Ud. no me conoce ¿por qué habría de ayudarme?
– Hay preguntas que no tienen respuesta, algún día lo entenderás – dijo la señora y dejándole el sombrero en las manos se alejó.

María tomó el sombrero y supo que era hora de dejar de llorar y trabajar por su familia.

Como todos los días fue a la plaza del pueblo elegido. Tocó como siempre y no fueron demasiadas las personas que dejaron sus monedas.

Al final del día la niña tomó el sombrero para contar el dinero y, para su sorpresa, era tres veces más de lo que él había podido calcular. Desconcertada, creyó que se trataba de un error.

Cada día ocurría lo mismo, la gente dejaba sus monedas y éstas dentro del sombrero triplicaban su valor. Nadie podía dar una explicación a lo que ocurría, pero así era.

María buscó a la misteriosa caminante para preguntarle acerca del sombrero, pero fue inútil.

En un año, fue tal la cantidad de dinero que María había ganado que pudo comprar una casita a su familia y por primera vez en sus vidas, nadie pasaba hambre, ni penurias económicas.

La niña estaba contenta, hacía lo que más amaba en el mundo y habría logrado darle a su familia un bienestar que jamás habían soñado. A menudo pensaba en su madre y en lo feliz que estaría si pudiese ver cómo vivían ahora.

Cierto era que no había logrado ser famosa, ni dar conciertos, pero la gratificación que sentía haciendo felices a los suyos, superaba cualquier cosa que hubiese podido desear.

De todas maneras, no dejaba de pensar en lo extraño del sombrero y cómo podía ocurrir lo que ocurría con las monedas que allí caían.

Una noche, regresando a su hogar, se desató una tormenta similar a la que le había hecho volar el sombrero de su madre. Para que no ocurriese lo mismo, la niña se guareció bajo el techo de una vivienda. Se sentó en el umbral a esperar que la tormenta pasara, esta vez abrazando el violín y a su nuevo sombrero.

Mientras esperaba, pensaba en su madre una vez más. Al levantar la vista y como traído por la lluvia y el vendaval, encontró a la misteriosa señora.

Sonreía de la misma manera que lo había hecho ese primer día. Sin dejar que María articulara palabra alguna, la extraña extendió la mano y entregándole las flores del sombrero de su madre, le dijo:
– Esto también es tuyo, olvidé dártelo el día que nos conocimos.

Como había llegado, se fue, sin dejar rastro alguno de su presencia, excepto las flores intactas en las manos temblorosas de la niña.

Sentada bajo la lluvia, abrazada al sombrero y al violín en su mano, recordó las palabras de su madre y recién allí entendió todo:
“Te amo con todo mi corazón y créeme, de un modo u otro, siempre estaré presente para ti”.
Y colorín colorado este cuento a acabado.



Tags: Cuentos infantiles, cuentos para niños, el sombrero mágico, historias,
Adaptado y copiado de un cuento argentino (autor desconocido)
Fuente: En cuentos.com

martes, 14 de julio de 2009

Cuento con valores para niños:" Bueno.... malo.... quien sabe"


Había una vez un hombre que vivía con su hijo en una pequeña aldea en las montañas. Su único medio de subsistencia era el caballo que poseían, el cual alquilaban a los campesinos para roturar las tierras.

Todos los días, el hijo llevaba al caballo a las montañas para pastar. Un día, volvió sin el caballo y le dijo a su padre que lo había perdido. Esto significaba la ruina para los dos. Al enterarse de la noticia, los vecinos acudieron a su padre, y le dijeron: «Vecino, ¡qué mala suerte!» El hombre respondió: «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!».

Al cabo de unos días, el caballo regresó de la montaña, trayendo consigo muchos caballos salvajes que se le habían unido. Era una verdadera fortuna. Los vecinos, maravilla­dos, felicitaron al hombre: «Vecino, ¡qué buena suerte!». Sin inmutarse, les respon­dió: «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!»

Un día que el hijo intentaba domar a los caballos, uno le arrojó al suelo, partiéndose una pierna al caer. «¡Qué mala suerte, vecino!», le dijeron a su padre. «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!», volvió a ser su respuesta.

Una mañana aparecieron unos soldados en la aldea, reclutan­do a los hombres jóvenes para una guerra que había en el país. Se llevaron a todos los muchachos, excepto a su hijo, incapacita­do por su pierna rota. Vinieron otra vez los aldeanos, diciendo: «Vecino, ¡qué buena suerte!». «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!», contestó.

Dicen que esta historia continúa, siempre de la misma manera, y que nunca tendrá un final.

tomado de Sapiens.ya.com



tags: cuentos para niños, infantiles, historias, relatos, valores,

sábado, 6 de junio de 2009

Cuento infantil: SAMANTHA la niña sin pelo.



Erase una vez una niña que se llamaba Samantha que vivía sola y muy triste porque su cabecita no tenía un solo pelo a consecuencia de un incendio en el que perdió a toda su familia.
Todos sus amigos se burlaban de ella, así que decidió ponerse un sombrero y no sacárselo nunca.
Un día estaba caminando por el parque, cuando empezó a soplar un viento terrible y para mala suerte su sombrero voló muy lejos. Trató de alcanzarlo pero el viento era tan fuerte que el sombrero desapareció.
Se sentó en una banca a llorar, tapándose la cabeza con las manos; estaba así largo rato, cuando de pronto pasó por allí una viejecita de aspecto amable, que al ver a la niña llorar le preguntó que le pasaba.
La niña no quería contar a nadie su problema, pero la viejecita al ver que la niña no tenía pelo y había mucho viento le dijo: “yo se que tienes frío, cúbrete la cabeza con este pañuelo y cuéntame por que lloras.
La niña al ver la amabilidad de la señora le contó su historia, la viejita quien no era otra cosa que un ángel terrenal, la escuchó muy atenta y se compadeció de ella y le dijo: Mira pequeña yo también sufro mucho, ya nadie toma en cuenta a las viejecitas y no saben que todavía uno se siente joven y eso me hace sufrir. Tú has confiado en mí y me has contado lo que te pasa así que te voy a ayudar.
Tengo un abrigo que te va a quedar muy bien y es mágico y te puede conceder hasta tres deseos, como es muy pequeño a mi no me queda y lo guardaba como un tesoro.
La niña se puso muy contenta pero como era muy desconfiada le dijo a la viejita que lo trajera, que ella esperaría allí. Y así fue, la viejita regresó trayéndole el abrigo.
Samantha se puso el abrigo que le quedaba de maravilla y, lo primero que pidió es tener una linda cabellera y, en menos de un minuto le creció un lindo cabello. Samantha se puso muy feliz y abrazó a la viejita y le dijo que el segundo deseo que iba a pedir era para la señora, quería que sea feliz y que reemplace a su madre que perdió en el incendio. A la viejita le gustó la idea, y después que la niña pidió el deseo se convirtió en una señora igualita a su mama.
El tercer y último deseo tenía que pedirlo con mucho cuidado, no lo podía desperdiciar y tenía que pedirlo pronto porque la magia solo duraba una hora.
Pensó y lo pensó y lo que necesitaba era tener dinero para poder estudiar y después trabajar para tener una vida decente para velar por esta buena señora que la había ayudado tanto.
Y así fue, se le concedieron los 3 deseos y fue muy feliz, y ….colorín colorado este cuento se ha acabado…..

(Maria Luz Novoa)
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martes, 12 de mayo de 2009

Cuentos infantiles: José Miguel y Ana Sofía en el campo




Había una vez 2 hermanitos que se llamaban José y Sofía que vivían en el campo y se querían mucho.

Todos los días después de ayudar a su mama en los quehaceres de la casa, salían a jugar.

Un día estaban jugando a las escondidas y mientras José buscaba y buscaba a su hermana, sintió el llanto de una niña; pensando que era Sofía, miró por donde venia el llanto y encontró una casita pequeña casi totalmente cubierta por las plantas.

Miró por un agujero y vio a una niña muy linda que no dejaba de llorar. En ese momento llegó Sofía que también había escuchado a la niña y con su ayuda José logró subirse hasta una ventana que tenia barrotes. La niña lloraba sin cesar. José que era muy bueno le preguntó porque lloraba. La niña entre lágrimas les contó que se llamaba Daniela y que estaba allí porque un hombre y una mujer la habían llevado a ese lugar donde le iban a dar muchos caramelos y no la dejaban salir, llevaba allí unos días. Les dijo también que en ese momento estaba sola porque el hombre y la mujer habían salido. José y Sofía sin pensarlo dos veces decidieron ayudarla.

Lo primero que hicieron fue ir a su casa y avisar a sus padres. Pero antes dejaron señales para poder regresar sin dificultad.

Al enterarse los padres de los niños lo que había sucedido, decidieron llamar a la policía, éstos no tardaron en llegar. Guiados por José y Sofía llegaron al lugar y allí encontraron a la niña que todavía seguía llorando. Pero gran sorpresa esa niña que se llamaba Danielita, había sido secuestrada días antes y toda la policía la había estado buscando.

Los policías decidieron tomar presos a estos delincuentes; así que se escondieron y cuando regresaban los fascinerosos los tomaron prisioneros y los llevaron a la cárcel. Mientras tanto dieron aviso a los padres de Danielita que presurosos llegaron y encontraron a su adorada hijita sana y salva

José y Sofía se hicieron muy amigos de Daniela y esta niña nunca mas volvió a hablar con desconocidos y menos aun si le ofrecían regalarle caramelos o juguetes y…… Colorín colorado este cuento ha terminado .
Escrito por Maria Luz Novoa.
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lunes, 11 de mayo de 2009

Cuento infantil: Hansel yGretel


Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente, dijo, suspirando, a su mujer:
- ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda?- Se me ocurre una cosa -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.- ¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.- ¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡-. Y no cesó de importunarle hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima -decía.
Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel:
- ¡Ahora sí que estamos perdidos!- No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.
Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantóse, púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendoroso y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:
- Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará -y se acostó de nuevo.
A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:

Y dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tenéis esto para mediodía, pero no os lo comáis antes, pues no os daré más. Gretel se puso el pan debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando, para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el padre:
Hänsel iba echando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino. Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:
- Recoged ahora leña, pequeños, os encenderé un fuego para que no tengáis frío.
Hänsel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer:
- Poneos ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansad, mientras nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.
Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía, cada uno se comió su pedacito de pan. . Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos.Despertaron, cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo:
- ¿Cómo saldremos del bosque?Pero Hänsel la consoló:- Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el camino.
Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de la mano a su hermanita, guiose por las guijas, que, brillando como plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó:
- ¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no queríais volver!
El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado. Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:
- Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.
Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: «Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado». Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de ceder la segunda; y, así, el hombre no tuvo valor para negarse. Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron dormido, levantóse Hänsel con intención de salir a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla:
- No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará.
A la madrugada siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.
- Hänsel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -preguntóle el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!- Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.- ¡Bobo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que brilla en la chimenea.
Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera, y la mujer les dijo:
- Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, echad una siestecita. Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogemos.
A mediodía, Gretel partió su pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscar a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura. Hänsel consoló a Gretel diciéndole:
- Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de vuelta.
Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel:
- Ya daremos con el camino -pero no lo encontraron.
Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre.Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar.
- ¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es.
Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior: «¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?» Pero los niños respondieron: «Es el viento, es el viento que sopla violento». Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos.Abrióse entonces la puerta bruscamente, y salió una mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo:
- Hola, pequeñines, ¿quién os ha traído? Entrad y quedaos conmigo, no os haré ningún daño.
Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo. La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran banquete. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: «¡Míos son; éstos no se me escapan!».
Levantóse muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y, al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: «¡Serán un buen bocado!». Y, agarrando a Hänsel con su mano seca, llevólo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Dirigióse entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole:
- Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien cebado, me lo comeré.
Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja. Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:
- Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo.
Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que era realmente el dedo del niño, y todo era extrañarse de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo:
- Anda, Gretel -dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.
¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! «¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!».
- ¡Basta de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte.Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego.- Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa -.
Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas.- Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja.
Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo:
- No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo lo haré para entrar?- ¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno.
Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Allí era de oír la de chillidos que daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr, y la malvada hechicera hubo de morir quemada miserablemente. Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hänsel y le abrió la puerta, exclamando: ¡Hänsel, estamos salvados; ya está muerta la bruja! Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos!
Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.
- ¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hänsel, llenándose de ellas los bolsillos.Y dijo Gretel:- También yo quiero llevar algo a casa -y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería.- Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado -.A unas dos horas de andar llegaron a un gran río.- No podremos pasarlo -observó Hänsel-, no veo ni puente ni pasarela.- Ni tampoco hay barquita alguna -añadió Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río -.
Y gritó: «Patito, buen patito mío Hänsel y Gretel han llegado al río. No hay ningún puente por donde pasar; ¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?». Acercóse el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo.- No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro.
Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hänsel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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miércoles, 15 de abril de 2009

Cuentos infantiles: PULGARCITO



Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos ellos varones.Eran muy pobres y sus siete hijos eran una pesada carga ya que ninguno podía aún ganarse la vida. Sufrían además porque el menor era muy delicado y no hablaba palabra alguna, interpretando como estupidez lo que era un rasgo de la bondad de su alma. Era muy pequeñito y cuando llegó al mundo no era más gordo que el pulgar, por lo cual lo llamaron Pulgarcito.
Este pobre niño era en la casa el que pagaba los platos rotos y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más fino y el más agudo de sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.
Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche, estando los niños acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego le dijo:
—Tú ves que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; ya no me resigno a verlos morirse de hambre ante mis ojos, y estoy resuelto a dejarlos perderse mañana en el bosque, lo que será bastante fácil pues mientras estén entretenidos haciendo atados de astillas, sólo tendremos que huir sin que nos vean.
—¡Ay! exclamó la leñadora, ¿serías capaz de dejar tu mismo perderse a tus hijos?
Por mucho que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, al pensar en el dolor que sería para ella verlos morirse de hambre, consistió y fue a acostarse llorando.
Pulgarcito oyó todo lo que dijeron pues, habiendo escuchado desde su cama que hablaban de asuntos serios, se había levantado muy despacio y se deslizó debajo del taburete de su padre para oírlos sin ser visto. Volvió a la cama y no durmió más, pensando en lo que tenía que hacer.
Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla de un riachuelo donde se llenó los bolsillos con guijarros blancos, y en seguida regresó a casa. Partieron todos, y Pulgarcito no dijo nada a sus hermanos de lo que sabía. Fueron a un bosque muy tupido donde, a diez pasos de distancia, no se veían unos a otros. El leñador se puso a cortar leña y sus niños a recoger astillas para hacer atados. El padre y la madre, viéndolos preocupados de su trabajo, se alejaron de ellos sin hacerse notar y luego echaron a correr por un pequeño sendero desviado.
Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a llorar a mares. Pulgarcito los dejaba gritar, sabiendo muy bien por dónde volverían a casa; pues al caminar había dejado caer a lo largo del camino los guijarros blancos que llevaba en los bolsillos. Entonces les dijo:
—No teman, hermanos; mi padre y mi madre nos dejaron aquí, pero yo los llevaré de vuelta a casa, no tienen más que seguirme.
Lo siguieron y él los condujo a su morada por el mismo camino que habían hecho hacia el bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, pero se pusieron todos junto a la puerta para escuchar lo que hablaban su padre y su madre.
En el momento en que el leñador y la leñadora llegaron a su casa, el señor de la aldea les envió diez escudos que les estaba debiendo desde hacía tiempo y cuyo reembolso ellos ya no esperaban. —¡Ay! ¿qué será de nuestros pobres hijos? Buena comida tendrían con lo que nos queda. Pero también, Guillermo, fuiste tú el que quisiste perderlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué estarán haciendo en ese bosque? ¡Ay!: ¡Dios mío, quizás los lobos ya se los han comido! .
La leñadora estaba deshecha en lágrimas.
—¡Ay! ¿dónde están ahora mis hijos, mis pobres hijos? Una vez lo dijo tan fuerte que los niños, agolpados a la puerta, la oyeron y se pusieron a gritar todos juntos:
—¡Aquí estamos, aquí estamos!
Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les dijo abrazándolos:
—¡Qué contenta estoy de volver a verlos, mis queridos niños! Están bien cansados y tienen hambre;

Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que deleitó al padre y la madre; contaban el susto que habían tenido en el bosque y hablaban todos casi al mismo tiempo. Estas buenas gentes estaban felices de ver nuevamente a sus hijos junto a ellos, y esta alegría duró tanto como duraron los diez escudos. Cuando se gastó todo el dinero, recayeron en su preocupación anterior y nuevamente decidieron perderlos; pero para no fracasar, los llevarían mucho más lejos que la primera vez.
No pudieron hablar de esto tan en secreto como para no ser oídos por Pulgarcito, quien decidió arreglárselas igual que en la ocasión anterior; pero aunque se levantó de madrugada para ir a recoger los guijarros, no pudo hacerlo pues encontró la puerta cerrada con doble llave. No sabía que hacer; cuando la leñadora, les dio a cada uno un pedazo de pan como desayuno; pensó entonces que podría usar su pan en vez de los guijarros, dejándolo caer a migajas a lo largo del camino que recorrerían; lo guardo, pues, en el bolsillo.
El padre y la madre los llevaron al lugar más oscuro y tupido del bosque y junto con llegar, tomaron por un sendero apartado y dejaron a los niños.
Pulgarcito no se afligió mucho porque creía que podría encontrar fácilmente el camino por medio de su pan que había diseminado por todas partes donde había pasado; pero quedó muy sorprendido cuando no pudo encontrar ni una sola miga; habían venido los pájaros y se lo habían comido todo.
Helos ahí, entonces, de lo más afligidos, pues mientras más caminaban más se extraviaban y se hundían en el bosque. Vino la noche, y empezó a soplar un fuerte viento que les producía un susto terrible. Por todos lados creían oír los aullidos de lobos que se acercaban a ellos para comérselos. Casi no se atrevían a hablar ni a darse vuelta. Empezó a caer una lluvia tupida que los caló hasta los huesos; resbalaban a cada paso y caían en el barro de donde se levantaban cubiertos de lodo, sin saber qué hacer con sus manos.
Pulgarcito se trepó a la cima de un árbol para ver si descubría algo; girando la cabeza de un lado a otro, divisó una lucecita como de un candil, pero que estaba lejos más allá del bosque. Bajó del árbol; y cuando llegó al suelo, ya no vio nada más; esto lo desesperó. Sin embargo, después de caminar un rato con sus hermanos hacia donde había visto la luz, volvió a divisarla al salir del bosque.
Llegaron a la casa golpearon a la puerta y una buena mujer les abrió. Les preguntó qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres niños que se habían extraviado en el bosque y pedían albergue por caridad. La mujer, viéndolos a todos tan lindos, se puso a llorar y les dijo:
—¡Ay! mis pobres niños, ¿dónde han venido a caer? ¿Saben ustedes que esta es la casa de un ogro que se come a los niños?
—¡Ay, señora! respondió Pulgarcito que temblaba entero igual que sus hermanos, ¿qué podemos hacer? los lobos del bosque nos comerán con toda seguridad esta noche si usted no quiere cobijarnos en su casa. Siendo así, preferimos que sea el señor quien nos coma; quizás se compadecerá de nosotros, si usted se lo ruega.
La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos de su marido hasta la mañana siguiente, los dejó entrar y los llevó a calentarse a la orilla de un buen fuego, pues había un cordero entero asándose al palo para la cena del ogro.
Cuando empezaban a entrar en calor, oyeron tres o cuatro fuertes golpes en la puerta: era el ogro que regresaba. En el acto la mujer hizo que los niños se ocultaran debajo de la cama y fue a abrir la puerta. El ogro preguntó primero si la cena estaba lista, si habían sacado vino, y en seguida se sentó a la mesa. Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo que olía a carne fresca.
—Tiene que ser, le dijo su mujer, ese ternero que acabo de preparar lo que sentís.
—Huelo carne fresca, otra vez te lo digo, repuso el ogro mirando de reojo a su mujer, aquí hay algo que no comprendo.
Al decir estas palabras, se levantó de la mesa y fue derecho a la cama.
—¡Ah, dijo él, así me quieres engañar, maldita mujer! ¡No sé por qué no te como a ti también! Sacó a los niños de debajo de la cama, uno tras otro. Los pobres se arrodillaron pidiéndole misericordia; pero estaban ante el más cruel de los ogros quien, lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y decía a su mujer que se convertirían en sabrosos bocados cuando ella les hiciera una buena salsa. Fue a coger un enorme cuchillo y mientras se acercaba a los infelices niños, lo afilaba en una piedra que llevaba en la mano izquierda. Ya había cogido a uno de ellos cuando su mujer le dijo:
—¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No tendréis tiempo mañana por la mañana?
—Cállate, repuso el ogro, así estarán más tiernos.
—Pero todavía tenéis tanta carne, replicó la mujer; hay un ternero, dos corderos y la mitad de un puerco
—Tienes razón, dijo el ogro; dales una buena cena para que no adelgacen, y llévalos a acostarse.
La buena mujer se puso contentísima, y les trajo una buena comida, pero ellos no podían tragar. de puro susto. En cuanto al ogro, siguió bebiendo, encantado de tener algo tan bueno para festejar a sus amigos. Bebió unos doce tragos más que de costumbre, que se le fueron un poco a la cabeza, obligándolo a ir a acostarse.
El ogro tenía siete hijas muy chicas todavía. Estas pequeñas ogresas tenían todas un lindo colorido pues se alimentaban de carne fresca, como su padre; pero tenían ojitos grises muy redondos, nariz ganchuda y boca grande con unos afilados dientes muy separados uno de otro. Aún no eran malvadas del todo, pero prometían bastante, pues ya mordían a los niños para chuparles la sangre.
Las habían acostado temprano, y estaban las siete en una gran cama, cada una con una corona de oro en la cabeza. En el mismo cuarto había otra cama del mismo tamaño; ahí la mujer del ogro puso a dormir a los siete muchachos, después de lo cual se fue a acostar al lado de su marido.
Pulgarcito; que había observado que las hijas del ogro llevaban coronas de oro en la cabeza y temiendo que el ogro se arrepintiera de no haberlos degollado esa misma noche, se levantó en mitad de la noche y tomando los gorros de sus hermanos y el suyo, fue despacito a colocarlos en las cabezas de las niñas, después de haberles quitado sus coronas de oro, las que puso sobre la cabeza de sus hermanos y en la suya a fin de que el ogro los tomase por sus hijas, y a sus hijas por los muchachos que quería degollar.
La cosa resultó tal como había pensado; pues el ogro, habiéndose despertado a medianoche, se arrepintió de haber dejado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera. Salió, pues, bruscamente de la cama, y cogiendo su enorme cuchillo:
—Vamos a ver, dijo, cómo están estos chiquillos; no lo dejemos para otra vez.
Subió entonces al cuarto de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los muchachos; todos dormían menos Pulgarcito que tuvo mucho miedo cuando sintió la mano del ogro que le tanteaba la cabeza, como había hecho con sus hermanos. El ogro, que sintió las coronas de oro:
—Verdaderamente, dijo, ¡buen trabajo habría hecho! Veo que anoche bebí demasiado.
Fue en seguida a la cama de las niñas donde, tocando los gorros de los muchachos:
—¡Ah!, exclamó, ¡aquí están nuestros mozuelos!, trabajemos con coraje.
Diciendo estas palabras, degolló sin trepidar a sus siete hijas. Muy satisfecho después de esta expedición, volvió a acostarse junto a su mujer.
Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran rápido y lo siguieran. Bajaron muy despacio al jardín y saltaron por encima del muro. Corrieron durante toda la noche, tiritando siempre y sin saber a dónde se dirigían.
El ogro, al despertar, dijo a su mujer:
—Anda arriba a preparar a esos chiquillos de ayer.
Muy sorprendida quedó la ogresa ante la bondad de su marido sin sospechar de qué manera entendía él que los preparara; y creyendo que le ordenaba vestirlos, subió y cuál no seria su asombro al ver a sus siete hijas degolladas Empezó por desmayarse . El ogro, temiendo que la mujer tardara demasiado tiempo en realizar la tarea que le había encomendado, subió para ayudarla. Su asombro no fue menor que el de su mujer cuando vio este horrible espectáculo.
—¡Ay! ¿qué hice? exclamó. ¡Me la pagarán estos desgraciados, y en el acto!
—Dame pronto mis botas de siete leguas, le dijo, para ir a agarrarlos.
Se puso en campaña, y después de haber recorrido lejos de uno a otro lado, tomó finalmente el camino por donde iban los pobres muchachos que ya estaban a sólo cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al ogro ir de cerro en cerro, y atravesar ríos con tanta facilidad como si se tratara de arroyuelos. Pulgarcito, que descubrió una roca hueca cerca de donde estaban, hizo entrar a sus hermanos y se metió él también, sin perder de vista lo que hacia el ogro.
Este, que estaba agotado de tanto caminar inútilmente (pues las botas de siete leguas son harto cansadoras), quiso reposar y por casualidad fue a sentarse sobre la roca donde se habían escondido los muchachos. Como no podía más de fatiga, se durmió después de reposar un rato, y se puso a roncar en forma tan espantosa que los niños se asustaron igual que cuando sostenía el enorme cuchillo para cortarles el pescuezo.
Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a sus hermanos que huyeran de prisa a la casa mientras el ogro dormía profundamente y que no se preocuparan por él. Le obedecieron y partieron raudos a casa.
Pulgarcito, acercándose al ogro le sacó suavemente las botas y se las puso rápidamente. Las botas eran bastante anchas y grandes; pero como eran mágicas, tenían el don de adaptarse al tamaño de quien las calzara, de modo que se ajustaron a sus pies y a sus piernas como si hubiesen sido hechas a su medida. Partió derecho a casa del ogro donde encontró a su mujer que lloraba junto a sus hijas degolladas.
—Su marido, le dijo Pulgarcito, está en grave peligro; ha sido capturado por una banda de ladrones que han jurado matarlo si él no les da todo su oro y su dinero. En el momento en que lo tenían con el puñal al cuello, me divisó y me pidió que viniera a advertirle del estado en que se encuentra, y a decirle que me dé todo lo que tenga disponible en la casa sin guardar nada, porque de otro modo lo matarán sin misericordia. Como el asunto apremia, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas para cumplir con su encargo, también para que usted no crea que estoy mintiendo.
La buena mujer, asustadísima, le dio en el acto todo lo que tenía: pues este ogro no dejaba de ser buen marido, aun cuando se comiera a los niños. Pulgarcito, entonces, cargado con todas las riquezas del ogro, volvió a la casa de su padre donde fue recibido con la mayor alegría.
. Aseguran que cuando Pulgarcito se calzó las botas del ogro, partió a la corte, donde sabía que estaban preocupados por un ejército que se hallaba a doscientas leguas, y por el éxito de una batalla que se había librado. Cuentan que fue a ver al rey y le dijo que si lo deseaba, él le traería noticias del ejército esa misma tarde. El rey le prometió una gruesa cantidad de dinero si cumplía con este cometido.
Pulgarcito trajo las noticias esa misma tarde, y habiéndose dado a conocer por este primer encargo, ganó todo lo que quiso; pues el rey le pagaba generosamente por transmitir sus órdenes al ejército; además, una cantidad de damas le daban lo que él pidiera por traerles noticias de sus amantes, lo que le proporcionaba sus mayores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y representaba tan poca cosa, que ni se dignaba tomar en cuenta lo que ganaba por ese lado.
Después de hacer durante algún tiempo el oficio de correo, y de haber amasado grandes bienes, regresó donde su padre, donde la alegría de volver a verlo es imposible de describir. Estableció a su familia con las mayores comodidades. Compró cargos recién creados para su padre y sus hermanos y así fue colocándolos a todos, formando a la vez con habilidad su propia corte.
Y colorin colorado este cuento ha terminado.

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martes, 17 de marzo de 2009

Cuento para niños: Nicolasín y Nicolasón de Hans Christian Andersen



Hace un montón de años hubo un pueblo, muy, pero muy pequeño en el que vivían dos hombres que se llamaban Nicolás.

Uno era rico porque tenía 4 caballos y el otro era pobre porque sólo tenía uno. Así que decidieron llamar al rico Nicolasón y al pobre Nicolasín.

Sucedió que uno de los caballos de Nicolasón entró en la huerta de Nicolasín y se comió todos los repollos. Nicolasín se enfadó y le arreó al caballo una patada.

Nicolasón, que tenía un genio endemoniado, se fue a donde estaba el único caballo de Nicolasín y le pegó una pedrada que lo mató.

El pobre Nicolasín le quitó la piel al animal y, después de secarla y curtirla, la metió en un saco y se fue a venderla al mercado. Yendo hacia allí le cogió un aguacero tremendo y, corre que te corre, se fue a refugiar a un pajar que estaba en lo alto de una casita.

Se tumbó en el suelo poniendo bajo su cabeza la piel del pobre caballo y se puso a mirar por unas rendijas que había entre las tablas del suelo.


Desde allí vio que la granjera estaba comiéndose un pollo en compañía de su hermano el cura, y oyó llegar al granjero, que no podía ni ver a su cuñado.


-Hermano, escóndete en este armario, que si te ve mi marido se va a molestar- dijo la granjera.

Mientras, ella metió el pollo al horno.


En eso, apareció el granjero en el pajar, vio a Nicolasín y le invitó a comer a su casa.


El hombre aceptó encantado, pero al ver que la granjera sólo sacaba un plato de sopa, se le ocurrió decir:

En este saco llevo un duende que dice que en el horno hay una comida muy buena..


La mujer no tuvo mas remedio que sacar el pollo y, mientras comían, le preguntó el granjero a Nicolasín:

-¿ Por qué no le dices al duende que nos enseñe al diablo?

Nicolasín dijo algo en la boca del saco y contestó:

- Dice que lo encontraremos vestido de cura, metido en el armario que está al lado del horno.


El granjero abrió el armario, vio a su cuñado y exclamó:

- ¡Es verdad! y además se parece a mi cuñado. Oye, te ofrezco una bolsa de oro por ese duende tuyo, pero debes tirar el armario con el diablo al río.


Iba ya Nicolasín con el armario a cuestas camino del rio, cuando el cura se asomó por la puerta y le suplicó:

- Si me dejas huir te daré otra bolsa de oro.

Nicolasín aceptó encantado y regresó a su pueblo con los bolsillos llenos.

- ¿De dónde has sacado tanto dinero- le preguntó Nicolasón.

- De la venta de la piel del caballo que me mataste.


Nicolasón se lo creyó, mató a sus cuatro caballos y pidió en el mercado dos bolsas de oro por cada piel.

Todo el mundo se burló de él y, lleno de rabia, cogió a Nicolasín, lo metió en un saco y fue a tirarlo al río. Pero por el camino le dio una sed tremenda y entró en una taberna dejando el saco en la puerta.


- ¡Ay! se quejaba Nicolasín dentro del saco- Aún no tengo ganas de ir al cielo.

Yo sí que tengo ganas - dijo un viejo pastor que pasaba por allí.

- Te cambio el puesto.

- Encantado. Pero por favor ocúpate de mis vacas - dijo el anciano.

El Pastor sacó a Nicolasín del saco y se metió él dentro.


Al salir Nicolasón de la taberna, tiró el saco al río. Ya se dirigía a su casa, cuando encontró a Nicolasín con dos hermosas vacas.


Pero hombre, ¿de dónde has sacado esas vacas tan hermosas?

- Del fondo del río. Me parece raro que no sepas que allí hay unos prados estupendos.


Nicolasón que seguía creyen do lo que le decía su vecino y sin acordarse de los cuatro caballos que sacrificó, empezó a ver vacas pastando en los prados debajo del agua, se dirigió al río y se tiró de cabeza con tan mala suerte que cayó en un remolino y... nadie pudo salvarle.

y colorin colorado así termina la historia de Nicolasín el listo y Nicolasón el bruto.


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jueves, 12 de marzo de 2009

Cuento infantil. La ratita presumida


Érase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo encontró algo que brillaba era... una moneda de oro.

La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.

“Ya sé, me compraré caramelos... uy no, me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no, me dolerá la barriguita. Ya sé, me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”

La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita.

Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:

“Ratita, ratita que bonita estás, ¿te quieres casar conmigo?”.

Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿haber como cantas?”

Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, no, contigo no me casaré, me asusto.me asusto

Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita que bonita estás, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿ haber como cantas?“Guau, guau”., dijo el perro. “Ay no, contigo no me casaré me asusto, me asusto”.

Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú que ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta me asusta”.

El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “ Ay no, me asusto, me asusto
Se fue el gato y viene un pato: Ratita, ratita que bonita estáas, te quieres casar conmigo? Y la ratita le dijo: "No se, no sé, haber como hablas? y el pato dijo "Cuac, Cuac, - No, no dijo la ratita me asusto, me asusto.

Entonces apareció un ratoncito y al ver a la ratoncita le dijo: ratita, ratita que bonita estas con tu lazo, te quieres casar conmigo, La ratoncita muy impresionada le dijo muy suavemente: a ver, como cantas? y el ratoncito dijo: iiiiiiiii, Ay si, dijo la coqueta ratoncita me gusta, me gusta, me casaré contigo.
Y la boda se realizó, y los ratoncitos vivieron felices y comieron perdices y colorin colorado este cuento se ha acabado.

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jueves, 22 de enero de 2009

Cuentos para niños: Hans Christian Andersen: "El Soldadito de Plomo"


Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.


Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.

Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.

Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

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