Una tarde un nieto estaba charlando con su abuela sobre los acontecimientos actuales.
Entonces, el niño preguntó:
¿Qué edad tienes abuela"?
La abuela respondió
Bueno, déjame pensar un minuto....
Nací antes de la televisión, las vacunas contra la polio,
las comidas congeladas, las fotocopiadoras, el fax,
los lentes de contacto, la píldora anticonceptiva y el freesbee.
No existían el radar, las tarjetas de crédito, el rayo láser,
los teléfonos celulares, o los patines en línea.
No se había inventado el aire acondicionado,
los hornos de microhondas, las lavavajillas, las secadoras,
y las prendas se ponian a secar al aire fresco,
se usaban batanes (molcajetes) y no licuadoras.
"Gay" era una palabra respetable en inglés
que significaba una persona contenta, alegre y no homosexual,
al que cariñosamente llamábamos "loca".
De lesbianas nunca habíamos oido hablar y ni los muchados usaban aretes.
Conocíamos la diferencia entre los sexos pero a nadie se le ocurría cambiar el suyo, nos conformábamos con el que teníamos
No había mujeres peluqueras, ni estéticas unsex, ni tampoco policia femenina.
SIDA no significaba nada, aids en inglés era un ayudante de oficina.
No se hacían citas ni se concertaban matrimonios por computadora.
Tu abuelo y yo nos casamos y despues vivimos juntos
y en cada familia había un papa y una mamá.
El hombre todavía no había llegado a la luna
y no existían los aviones de propulsión a chorro para pasajeros.
No se hacían transplantes de corazón, se remendaban calcetines no corazones,y se destapaban caños no arterias.
Nací antes de la computadora, los virus provocaban viruelas,
más no desaparecian archivos.
"Chip" significaba un pedazo de madera
"hardware" era la ferretería y el software no existía.
No habían las dobles carreras universitarias, ni estrés, ni traumas prenatales, ni psicologos.
Se jugaba al trompo, a las canicas, no al nintendo.
Hasta que cumplí 25, llamé a cada policía y a cada hombre "señor" y a cada mujer "señora" o "señorita".
Tener una relación era llevarse bien con los primos o simplemente tener una amistad.
En mis tiempos, la virginidad no producía cáncer.
Nuestras vidas estaban gobernadas por los 10 mandamientos, el buen juicio
y el sentido común. Nos enseñaron a diferenciar entre el bien y el mal y a ser responsables de nuestros actos.
Creíamos que la comida rápida era lo que la gente comía cuando estaba apurada.
Hablando de máquinas, no existian los cajeros automáticos, las máquinas de helado en las tiendas, los radioreloj despertador, para no hablar de los videos cassettes ni las filmadoras de video.
Si en algo decía: "Made in Japan" se le consideraba una porquería y no existía "Made in Korea" no "Made in Taiwan"
No se había oido de Pizza Hut, MacDonalds, ni de Fast food ni el video bar o discotecas.
La salsa era un condimento no se bailaba.
No había el café instantáneto ni los endulzantes artificiales.
Se podía comprar un Chevrolet Coupé nuevo por 600 dolares (Pero quién los tenía!)
Costaba 30 centavos el litro de gasolina y un solo auto era suficiente para toda la familia.
Había tiendas donde se compraban cosas por 5 y 10 centavos, los helados, las llamadas telefónicas, los pasajes de autobus y la pepsi, todo costaba 10 centavos.
En mi tiempo "hierba" era algo que se cortaba, no se fumaba, "coca" era una gaseosa y no se inhalaba y música de rock era lo que hacía la mecedora de la abuela.
Las conejitas eran simplemente unos animalitos y los escarabajos no eran volkswagens.
Fuimos la última generación que creyó que una señora necesitaba un marido para tener un hijo.
Ahora dime: ¿Cuántos años crees que tengo?
El chico respondió: " más de cien! ?
Autor: Anónimo
jueves, 30 de diciembre de 2010
lunes, 27 de diciembre de 2010
Letra de canciones para niños
Tengo una muñeca
Tengo una muñeca
vestida de azul
con su camisita
y su canesú
la saqué a paseo
se me constipó
la tengo en la cama
con mucho dolor.
Esta mañanita
me dijo el doctor
que le dé jarabe
con un tenedor.
Esos son los besos
que te voy a dar
para que mejores
y puedas pasear
Dos y dos son cuatro,
cuatro y dos son seis,
seis y dos son ocho
y ocho dieciséis.
Y ocho, veinticuatro
y ocho, treinta y dos.
Animas benditas,
me arrodillo yo.
Tengo una muñeca
vestida de azul,
zapatitos blancos
y gorro de tul,
la llevé a pasear
se me constipó,
la tengo en la cama
con un gran dolor.
Dos más dos son cuatro,
cuatro y dos son seis.
seis y dos son ocho
y ocho dieciséis
y ocho veinticuatro
y ocho treinta y dos,
estas son las cuentas
que he sacado yo.
Que llueva, que llueva
Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan
que sí, que no,
que caiga un chaparrón
con azúcar y turrón,
que se rompan los cristales
de la estación
y los míos no
porque son de cartón
miércoles, 22 de diciembre de 2010
Cuento de Navidad: La niña de los fósforos
La niña de los fósforos
[Cuento infantil. Texto completo]
Hans Christian Andersen
¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
[Cuento infantil. Texto completo]
Hans Christian Andersen
¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
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