! Si te asustas no lo leas¡
Deja a los muertos en paz (Laβ die Toten Ruhn) traducido algunas veces
como: No desperteis a los muertos- es un cuento de vampiros
del
escritor
alemán Ernst Raupach, publicado en 1823 en la
revista de Leipzig: Minerva
Deja a los muertos en paz. Laβ die Toten
Ruhn; Ernst Raupach (1784-1852) Walter suspiraba
dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y
estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las
tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las
noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre
la lápida de su esposa.
Walter era un poderoso caballero de Burgundia.
Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con
locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de
que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos
verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y
que era todo lo contrario de la esposa muerta.
Walter no hallaba reposo,
seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él.
Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el
cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la
obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se
había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa
esposa y le preguntaba con tristeza:
-¿Dormirás eternamente?
Ahí
estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de
las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las
tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que
Walter lloraba y le preguntó:
-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No
debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar
por ellos no los dejas descansar.
-El amor es la fuerza más grande que hay
en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara
conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.
-¿Crees que va a despertar
con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?
-¡Vete, anciano, tu no
conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la
vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.
-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la
resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se
convertiria en odio.
-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo
reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.
-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte
a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.
-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pues del mago- Si eres capaz
de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no
vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.
-Calma, si
decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡Deja a los
muertos en paz!
Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el
sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la
tumba.
-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.
-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico.
Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.
-Bien -Le dijo el viejo-
sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides,
sólo recuerda algo: ¡Deja a los muertos en paz!
A la noche siguiente
apareció el hechicero y dijo:
-Espero que hayas pensado bien la
situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la
última vez que te lo diga: ¡Deja a los muertos en paz!
-¡Basta, mi amada no
tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido!
-le gritó Walter lleno de ansiedad.
-¡Recapacítalo, no podrás separarte de
ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón!
Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar
de eso.
-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que
más he amado? -aulló Walter con desesperación.
-Está bien. Puesto que así lo
quieres, ¡sea!¡retrocede!
El hechicero dibujó un círculo alrededor de la
tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar
frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los
árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la
tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el
anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco.
Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de
gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la
sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una
calavera y exclamó:
-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente
para que tu corazón pueda latir otra vez.
Como volcán que hace erupción,
se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la
que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una
piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta
Walter.
-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a
necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en
las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso
lento.
-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las
montañas.
Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en
dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había
vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de
inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.
-Aquí
estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.
Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por
completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la
verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días
vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes
siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue
claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida
Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía
por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que
esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva
la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda
ella lo fascinaba hasta la locura.
Brunilda constantemente hablaba de
los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes
promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera
conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo
cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal;
de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.
Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a
su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba
bruscamente de la cama y le explicaba:
-Así no querido. ¿Cómo podría yo,
que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes
una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?
Walter había enloquecido y
estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo
y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su
casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al
igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su
esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas
con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de
comprensión, le dijo que estaba bien.
Al otro día, Walter había
conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de
sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:
-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes
olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter,
que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!
Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no
lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La
resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a
todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de
tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que
había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de
espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que
su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos
la había hecho vivir nuevamente.
La nueva ama nunca llevaba otro vestido
que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes
señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas
perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano
dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin
pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.
En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus
moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se
cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que
la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría
intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.
Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento
humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía
conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de
venas jóvenes.
Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter,
pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde,
repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de
cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una
estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho.
Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo
humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento.
Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían
horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.
Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante
de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la
incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el
remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y
las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo
permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.
El único que no
veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por
sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca
antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no
dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no
habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al
castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los
había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad
hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho,
les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el
aliento.
Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la
mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron
desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas.
Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad.
No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después
su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de
sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:
-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya
estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.
Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió
disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo,
sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran
demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba,
pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos
pueblos en búsqueda de sangre jóven.
En las noches, cuando dormía
profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter
resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando
reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada
sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó
volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma
delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel
amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el
que lo sumía su esposa.
Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El
mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera
vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en
el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida:
los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho.
Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.
-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.
-Te amo como aman
los muertos -respondió con frialdad la mujer.
-Sangriento monstruo, ahora lo
comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el
pueblo.
-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para
satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos
helados.
Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas
ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.
-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?
-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.
Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga
cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al
estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en
vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte.
Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de
la
vampiresa. ¡Pero era en vano! Cuando
despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para
siempre.
Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la
muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde
la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le
enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna
emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se
dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos.
Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le
gritó, tirándose al piso:
-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo
que sólo sabe sembrar la muerte!
-¿Comprendes ahora cuán importante era mi
advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.
-¿Por qué
no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los
asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.
-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión
desmedida?
-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me
ayudes -suplicaba Walter agonizando.
-Bien, te voy a decir lo que debes
hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un
vampiro el sueño humano. En ese momento
pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una
afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al
cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario,
la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con
autoridad.
-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para
librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?
-Faltan 15 días.
-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.
-Te
esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo
tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo
volveré la noche de luna llena.
Pasó Walter el tiempo convenido en la
cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus
miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por
su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De
ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la
luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a
Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche.
Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la
magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa,
con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un
pavoroso
vampiro?
Walter tenía los ojos
llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe
tremendo, la hundió en el pecho de la
vampira hasta atravesarla por completo,
mientras le gritaba:
-¡Te condeno para siempre!
Brunilda alcanzó a
abrir los ojos y decirle a Walter.
-Conmigo te condenas.
El hombre
colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había
dicho el anciano:
-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te
condeno.
-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos
devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu
juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso
ante los ojos del hombre.
La espantosa difunta estaba otra vez en su
tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en
un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:
-¿Perturbaste mi
sueño eterno para asesinarme?
Walter siempre debía responderle: "Te
condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el
tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse
en brazos de la
vampira. Además de esto, las imágenes de
las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:
-¡Conmigo te
condenas!
El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la
guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir
perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos
habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro,
vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.
Una mañana vio
pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un
caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los
llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo.
Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era
júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había
contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada
invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta
confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la
de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así
transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él.
Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran
fiesta, que duró cuatro días con sus noches.
El castillo se vio envuelto
en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo
asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la
recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente
que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los
huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.
Pronto quedó
en llamas, la torre del castilllo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al
agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:
¡Deja a los muertos en paz!
Ernst
Raupach (1784-1852)
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